GOD SAVE THE QUEEN
Pues sí. Madonna ha vuelto. Tan kitsch, oscura, ecléctica, rompedora, bailable y nocturna como siempre. Con casi igual cantidad de detractores que de seguidores, a sus cuarenta y pocos y su nueva fama de madre estricta, yogista obsesiva, macrobiótica rigurosa, cabalista experta y competidora de J.K. Rowling en los gustos literarios infantiles posmodernos, en contraste con sus locos y provocadores años de En la cama con Madonna, las fotos de su libro Sex y sus tormentosas relaciones, entre otros, con el también redimido Sean Penn, lo cierto es que Madonna no se le pueden negar algunas virtudes, a saber, su capacidad de hacer negocios con casi todo lo que toca, como Rey Midas, su constancia en un ambiente de usa y tira en el que tocas una piedra y salen chicas más guapas, más jovenes y que bailan igual o mejor que ella; su creatividad visual que plasma tanto en su propia imagen como en sus conciertos y en sus videos, y sobre todo, ser una mujer que ha conseguido todo lo que se ha propuesto.
Madonna sigue siendo, a pesar de todo, la reina de la noche, sobre todo de cierta noche, de ciertos ambientes de torsos masculinos desnudos, de hombres apiñados en una pista de baile con una botella de agua en la mano y la camiseta colgando del bolsillo trasero del pantalón. Creo que el público de Madonna ha ido cambiando a través de los años. De aquellas adolescentes ochenteras que fuimos, con flequillos levantados con laca y que escuchabamos a Into the Groove o Borderline en radiocasettes y en discos todavía de vinilo, que nos poníamos guantes de encaje negro, grandes moños en el pelo y nos colgabamos crucifijos, Madonna se ha convertido, por decirlo de alguna manera, en la Reina de las reinas; aunque algunas de esas adolescentes de los ochenta sigamos escuchándola ahora quizá en formato mp3, y seguramente seguimos bailando a escondidas frente a un DVD del último concierto, sobre todo cuando canta Vogue o Holiday, uno de sus primeros éxitos.
Así que para mí Madonna, ante todo, tiene el valor de mis recuerdos. Desde los recuerdos naive de la adolescencia, de La isla bonita y Papa don´t preach, hasta las incursiones nocturnas en antros que surgían y desaparecian como si fueran teatros itinerantes del panorama de la ciudad de México, lugares como El numerito, frente al monumento a la Revolución, La bola, los miércoles del Milán, los domingos de la Planta Baja.
Entre otras cosas, como olvidar a Miguel, a la vuelta de su primer viaje a Europa, presumiendo de perfume, un Jean Paul Gaultier contenido dentro de una figura femenina que según se decía, era inspirada en Madonna, y con el libro Sex, todavía prohibido o por lo menos inencontrable en México.
Como olvidar a Ernesto, que después de llorar con una ópera se ponía a cantar y bailar en cuanto escuchaba Like a prayer, Vogue o Frozen.
Como olvidar las tardes lluviosas frente a una gran pantalla, viendo los videos de Rain, muy ad hoc, de Frozen, o de Power of Goodbye en la fabulosamente decorada casa de Aldo en la Colonia Roma.
De una u otra forma, Madonna me ha acompañado, ha estado durante la incertidumbre adolescente de los ochentas, durante la turbulencia de los noventa, durante la madurez compartida de su disco Ray of Light, a principios de siglo, y ahora vuelve, con esa mezcla de ABBA y Fame, bailando con su Confessions of a Dance Floor. Y seguramente que ya muchos están bailando en los bares principalmente en los "de ambiente", como se dice eufemísticamente a los bares gay. O a escondidas, frente al televisor.
Madonna sigue siendo, a pesar de todo, la reina de la noche, sobre todo de cierta noche, de ciertos ambientes de torsos masculinos desnudos, de hombres apiñados en una pista de baile con una botella de agua en la mano y la camiseta colgando del bolsillo trasero del pantalón. Creo que el público de Madonna ha ido cambiando a través de los años. De aquellas adolescentes ochenteras que fuimos, con flequillos levantados con laca y que escuchabamos a Into the Groove o Borderline en radiocasettes y en discos todavía de vinilo, que nos poníamos guantes de encaje negro, grandes moños en el pelo y nos colgabamos crucifijos, Madonna se ha convertido, por decirlo de alguna manera, en la Reina de las reinas; aunque algunas de esas adolescentes de los ochenta sigamos escuchándola ahora quizá en formato mp3, y seguramente seguimos bailando a escondidas frente a un DVD del último concierto, sobre todo cuando canta Vogue o Holiday, uno de sus primeros éxitos.
Así que para mí Madonna, ante todo, tiene el valor de mis recuerdos. Desde los recuerdos naive de la adolescencia, de La isla bonita y Papa don´t preach, hasta las incursiones nocturnas en antros que surgían y desaparecian como si fueran teatros itinerantes del panorama de la ciudad de México, lugares como El numerito, frente al monumento a la Revolución, La bola, los miércoles del Milán, los domingos de la Planta Baja.
Entre otras cosas, como olvidar a Miguel, a la vuelta de su primer viaje a Europa, presumiendo de perfume, un Jean Paul Gaultier contenido dentro de una figura femenina que según se decía, era inspirada en Madonna, y con el libro Sex, todavía prohibido o por lo menos inencontrable en México.
Como olvidar a Ernesto, que después de llorar con una ópera se ponía a cantar y bailar en cuanto escuchaba Like a prayer, Vogue o Frozen.
Como olvidar las tardes lluviosas frente a una gran pantalla, viendo los videos de Rain, muy ad hoc, de Frozen, o de Power of Goodbye en la fabulosamente decorada casa de Aldo en la Colonia Roma.
De una u otra forma, Madonna me ha acompañado, ha estado durante la incertidumbre adolescente de los ochentas, durante la turbulencia de los noventa, durante la madurez compartida de su disco Ray of Light, a principios de siglo, y ahora vuelve, con esa mezcla de ABBA y Fame, bailando con su Confessions of a Dance Floor. Y seguramente que ya muchos están bailando en los bares principalmente en los "de ambiente", como se dice eufemísticamente a los bares gay. O a escondidas, frente al televisor.
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