Día cinco: The Freak Show
Antes de la conciencia, lo primero que debe dejarse fuera cuando se va a una corrida de toros en San Fermín, es el sentido del ridículo. Lo ideal es sacar lo más hortera que se tenga en el armario, pero también hay algunas piezas básicas que pueden ser altamente útiles: un delantal, un gorro de playa, un chubasquero desechable, cualquier cosa que te pueda mantener un poco limpio el mayor del tiempo posible, aunque nunca habrá una garantía. En la Plaza de Toros, llueve de todo, empezando por la sangría que se lleva en grandes neveras o en cubos de basura comprados especialmente para eso (espero). Las peñas se colocan en la parte más alta de la Plaza, y desde ahí, animan, tocan y cantan. En una tarde de corrida en San Fermín, ser frikie es lo normal, ser normal te costará una lluvia que no dejará un solo espacio blanco en la ropa.
Lo más parecido a lo que sucede ahí quizá sea el antiguo circo romano. En el ruedo, un toro y varios hombres luchan a muerte; fuera del ruedo, eso es lo de menos. De repente entiendo mejor eso que se dice que los mexicanos nos burlamos de la muerte: no es una herencia indígena.
Había pensado escribir lo que pienso sobre la lidia, pero ya se me ha pasado ese interés. Sólo dejo aquí constancia que sí, el matador se arriesga, pero el toro siempre muere, por lo que la lucha sigue siendo desigual. Aunque también hay que decir que torear en Pamplona tiene su plus; arriesgas tu vida y nadie lo valora, ni siquiera te toman en cuenta, no hay un mínimo de respeto ni por el toro ni por el torero. Así que estoy dispuesta a reconocer a los que se atreven a venir a esta plaza, sobre todo los que vienen por segunda o tercera vez; a los primerizos les dejo el beneficio de la ingenuidad. También dejo constancia que ya no voy a ir a las corridas de toros, sería masoquismo puro.
A partir del tercer toro, la poca atención que se tenía a lo que sucede en el ruedo, desaparece; es la hora de la merienda. Las diferentes viandas pasan de unas manos a otras; aquí la regla es compartir lo que se trae en la cesta de comida. Esta es una costumbre que a los extranjeros suele sorprender muchísimo, recuerdo una corrida en la que estaban unos canadienses (o australianos o ingleses, guiris, en todo caso) al lado, y que al principio recelaban cuando les ofrecían comida. Les expliqué que era la costumbre compartir, y me decían, ¡pero es que yo no traigo nada para ofrecer!. Venga, tu come y calla. Ni que decir que se fueron contentísimos y muy bien comidos, pero casi podría decir que de todo lo raro y freak que puede suceder en una corrida de toros en San Fermín, es esto lo que más les sorprendió.
Después del ambiente kitsch de la Plaza de Toros y de más ambiente kitsch en el recorrido por los bares, conseguí culminar la noche con cuatro o cinco canciones de Bunbury en la Plaza de los Fueros. Algunas de su nuevo disco, Viaje a ninguna parte, pero otras mucho más viejas. Una de las más coreadas fue Extranjero, pero también cantó Con el viento a favor, y Pequeño. A lo lejos, mientras íbamos de vuelta a casa, alcancé a escuchar Alicia. Y ya está. La fiesta empieza a descender de ritmo, los de fuera empiezan a volver a sus casas, y sólo nos quedan tres o cuatro días a los de aquí para rematar la faena.
Lo más parecido a lo que sucede ahí quizá sea el antiguo circo romano. En el ruedo, un toro y varios hombres luchan a muerte; fuera del ruedo, eso es lo de menos. De repente entiendo mejor eso que se dice que los mexicanos nos burlamos de la muerte: no es una herencia indígena.
Había pensado escribir lo que pienso sobre la lidia, pero ya se me ha pasado ese interés. Sólo dejo aquí constancia que sí, el matador se arriesga, pero el toro siempre muere, por lo que la lucha sigue siendo desigual. Aunque también hay que decir que torear en Pamplona tiene su plus; arriesgas tu vida y nadie lo valora, ni siquiera te toman en cuenta, no hay un mínimo de respeto ni por el toro ni por el torero. Así que estoy dispuesta a reconocer a los que se atreven a venir a esta plaza, sobre todo los que vienen por segunda o tercera vez; a los primerizos les dejo el beneficio de la ingenuidad. También dejo constancia que ya no voy a ir a las corridas de toros, sería masoquismo puro.
A partir del tercer toro, la poca atención que se tenía a lo que sucede en el ruedo, desaparece; es la hora de la merienda. Las diferentes viandas pasan de unas manos a otras; aquí la regla es compartir lo que se trae en la cesta de comida. Esta es una costumbre que a los extranjeros suele sorprender muchísimo, recuerdo una corrida en la que estaban unos canadienses (o australianos o ingleses, guiris, en todo caso) al lado, y que al principio recelaban cuando les ofrecían comida. Les expliqué que era la costumbre compartir, y me decían, ¡pero es que yo no traigo nada para ofrecer!. Venga, tu come y calla. Ni que decir que se fueron contentísimos y muy bien comidos, pero casi podría decir que de todo lo raro y freak que puede suceder en una corrida de toros en San Fermín, es esto lo que más les sorprendió.
Después del ambiente kitsch de la Plaza de Toros y de más ambiente kitsch en el recorrido por los bares, conseguí culminar la noche con cuatro o cinco canciones de Bunbury en la Plaza de los Fueros. Algunas de su nuevo disco, Viaje a ninguna parte, pero otras mucho más viejas. Una de las más coreadas fue Extranjero, pero también cantó Con el viento a favor, y Pequeño. A lo lejos, mientras íbamos de vuelta a casa, alcancé a escuchar Alicia. Y ya está. La fiesta empieza a descender de ritmo, los de fuera empiezan a volver a sus casas, y sólo nos quedan tres o cuatro días a los de aquí para rematar la faena.
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