22.7.06

Vocaciones

Hace unos días pensaba en las relaciones entre vocación y profesión. Lo que hacemos para ganarnos la vida no siempre suele ser lo que hubiéramos querido hacer. El grado de satisfacción en este terreno tiene que ver, según creo, con lo mucho o poco que nos acercamos, en nuestro trabajo diario, a nuestra vocación, nuestro llamado, nuestra necesidad. Mientras mas cercanos estemos, mejor nos desempeñamos, mejor trabajamos y más satisfechos nos sentimos. Recuerdo en México a dos vendedores de periódicos, uno en la confluencia de Filadelfia, Nebraska y Texas, en la Nápoles y otro en semáforo del eje 7 con Cerro del Agua, que parecían ser muy felices con su trabajo. Siempre entregaban el periódico con una sonrisa, con un comentario sobre las últimas noticias, con una satisfacción de levantarse a las tres de la mañana para ir a recoger los periódicos a la calle Bucarest, o donde fuera necesario. Me gustaba verlos trabajar. En general, ser kioskero parece que es una labor que suele gustar a quién la realiza. En cambio, no conozco a una sola persona que saque copias que ponga buena cara. He sacado copias en muchas, muchas papelerías, y en ninguna me he encontrado con alguien que se sienta satisfecho y contento de sacar copias.
Ser taxista ya tiene más complicación. Muchos taxistas de los que he conocido, están contentos con su trabajo, a pesar de los riesgos que suele tener. Algunos incluso se entusiasman con serlo, pero curiosamente, muchos taxistas llegaron a serlo porque las circunstancias de su vida los llevaron ahí, no precisamente por una decisión basada en una vocación. Muchos taxistas que conozco estudiaron ingenierías, arquitecturas, o son en su tiempo libre músicos, pero ninguno dijo de pequeño "quiero ser taxista".
En la televisión escuché que los habitantes de las islas Fiji o de alguna otra isla perdida en el Pacífico eran los más felices, mientras que habitantes de grandes ciudades como Nueva York o Londres, tenían los valores más bajos en el "ranking de felicidad". Creo que esto se debe a que los habitantes de esas preciosas islas no necesitan mucho más de lo que tienen, y su esfuerzo para conseguirlo es menor. No quiero decir que no trabajen, pero ser pescador en una isla del Pacífico debe ser pesado, pero tendrá su puntillo de placer, creo yo. Observar las aguas cristalinas como cambian de color conforme va amaneciendo debe superar el sueño y el desgano de una mañana de trabajo. Cubren al mismo tiempo el trabajo y el placer, de una tajada. En cambio, los habitantes de las grandes ciudades van necesitando cada vez más cosas para ser felices, y además de que aumenta el tiempo y esfuerzo del trabajo para conseguirlas, no siempre te gustará lo que tienes que hacer para tener el cierto nivel de vida que crees que te satisfacerá. Esto aumenta el grado de frustración. Por un lado, vivirás con todas las comodidades o supuestas comodidades que dan la tecnología y el progreso; por otro no tendrás ni un respiro para poder conseguirlas y quizá aparcaras otros sueños en pos de la televisión de plasma y él ático con vistas (¿qué vistas? ¿las de los otros edificios iluminados, o la del único pedazo de cielo que se puede ver?). Todo esto, dicho con la canción Born Slippy como fondo. Y aquél monólogo memorable de Ewan Mc Gregor, en la película Trainspotting. No me extraña que los habitantes de alguna isla perdida sean más felices que nosotros, no me extraña. incluso, que en Cuba todavía bailen y sonrían a pesar de la cartilla de racionamiento y del omnipotente Fidel.
Volviendo al tema de la profesión. Más o menos a mitad de la carrera me di cuenta de lo que quería ser (más bien hacer), o de lo que más se adecuaba a mi perfil. Para esto, tengo que decirlo, fue de mucha ayuda mi profesor, Pancho Rodríguez, que se dedicaba a buscar indecisos para engrosar filas de su departamento, y se encontró con una incauta, yo, que le siguiera la corriente. Así que contra todos los pronósticos, que me ubicaban en la especialización de Cine, me largué con mi morral a Periodismo. Qué feliz fui durante esos años de universidad. A mi alrededor, asesinatos políticos, guerras cada vez más cercanas gracias a la televisión, que las transmitía en vivo y en directo, guerrillas indígenas. La época de gloria del Sucomandante Marcos. Momentos intensos que se analizaban de mano de grandes periodistas: Carlos Marín, Raymundo Rivapalacios. Quería ser periodista. Pero luego, cuando tuve que ir a aburridas y largas sesiones del Congreso o de la Asamblea del Distrito Federal, cuando tenía que bucear (no teníamos todavía internet como ahora, aunque ya me llegaban las notas de prensa de las agencias) en los periódicos para conseguir una información que mi jefe, Oscar Mario Beteta en vivo del otro lado de la calle en Privada de Horacio (sede de Radio Fórmula), cuando tuve que conocer a los típicos reporteros chacaleros y alcohólicos, cuando conocí los bajos fondos donde hay que moverse para sacar la nota, los trucos y las mañas, me decepcioné demasiado rápidamente. Y no di una segunda oportunidad, en parte porque mis circunstancias personales no me lo permitían, en parte porque al dejar aquellos trabajos en los medios el camino se fue desviando hacía otros lugares y no pude encontrar la forma de regresar, el caso es que estoy aquí, diez años después, sin ser periodista, pero con la añoranza de querer serlo. Y luego, el otro día, estaba de compras y en la radio escuchaba un reportaje en el que decían que las profesiones más respetadas y con mayor valoración entre la gente, eran las de los servicios sanitarios, Médicos, enfermeras, etc. ¿y la menos valorada? el periodismo. Así que yo lamentandome por no ser (por no hacer) algo que los demás al final, ni siquiera valoran.
Pero luego me preguntó Carlos si eso importaba. Eso, lo de que los demás valoren o no tu trabajo. Pero eso es otra historia.