24.8.06

Lucha de gigantes

Parecía como cualquier otro verano. El aire limpio, despejado, el viento que sube el volumen de sus azotes hasta rugir apasionado cuando anochece, el sol relumbrante en lo alto. Un incendio por ahí y otro por allá, igual que el año pasado, igual que todos los años. Los primeros días parecía el paraíso, comer mariscos y dormir, mirar a la ventana desde donde se ve la otra orilla de la ría, el puerto, las gaviotas, las pequeñas barcazas, las isletas. De pronto, el cielo comenzó a oscurecerse, a tornarse de ese color gris profundo que precede a la tormenta, eran las cuatro o cinco de la tarde del cuarto día de vacaciones (habíamos conseguido eliminar el factor tiempo de nuestras preocupaciones, no sabíamos bien que día ni que hora era, y tampoco nos importaba mucho). Pero la lluvia que entraba por las ventanas abiertas, acompañando al fuerte viento, era de cenizas. El aire se tornó espeso, difícil de digerir y el cielo, de gris oscuro, se transformó en rojo. Desde la ventana ya no se veían isletas, ni horizontes, ni pinazas, no se veía prácticamente nada a más de cincuenta metros. El sol, rojo candente, daba paso poco a poco a una luna que también ofrecía sus rayos rojos, cardenales y sangrantes. Parecía que veíamos desde la ventana el desolador paisaje de Marte. Eso, por la ventana de enfrente, por la trasera, el paisaje era aún peor. Un humo espeso, blanco a veces, negro otro tanto, dejaba paso a las llamas detrás de las últimas casas que se alcanzaban a ver. El fuego estaba ahí, tan cerca que parecía que podíamos tocarlo. Y esa noche fue la primera en la que nos dimos cuenta que nuestro paraíso se iba transformando vertiginosamente en el infierno.


Poco a poco, en las noticias del periódico y en la televisión, la primera plana iba llenándose de información sobre los incendios: 100, casi todos descontrolados, decían el lunes. El martes por la mañana, al salir de casa a hacer algunas compras (ir a la playa resultaba ridículo, sin sol y sin aire para respirar, con viento que te llenaba de cenizas y te metía la arena en los ojos), tuvimos que dar la vuelta en dos caminos; el fuego nos impedía el paso. Por la ventana, seguíamos sin ver casi nada, y respirar era más fácil hacerlo con todas las ventanas cerradas. Pero lo peor era el fantasma, tan negro como los bosques antes animados de Galicia, tan negro como iba quedando, hectárea a hectárea, árbol a árbol, la tierra humeante, el fantasma que iba de boca en boca: Prestige. El Prestige en tierra. La desgracia, la tristeza, la impotencia, y la solidaridad, la falta de medios y la ineptitud institucional era una réplica de aquellos aciagos días del Prestige.

Como hace cuatro años, los gallegos parecía estar luchando solos contra un gigante, ahora un dragón que vomita llamas; poco a poco, las manos se multiplicaban, manos de vecinos, de veraneantes, de voluntarios que, a falta de medios y de soluciones oficiales, llevaban cubo a cubo la ayuda para impedir que el fuego terminara dentro de las casas. En algunos lugares, faltaron apenas centímetros, no metros, para que eso sucediera. ¿Cómo entender lo que estaba pasando? ¿Cómo entender que en una tierra de gente humilde, trabajadora, sencilla y amable la respuesta a los incendios siempre resultaba ser “intencionado”? ¿cómo es posible que alguna gente quiera tan poco a su propia tierra, y quiera tan poco a su propia gente que le cause tanta destrucción?. En los incendios de esta semana, eran muchas las causas a semejante barbarie: el nordés (los vientos del nordeste), la falta de lluvia, las altas temperaturas, el monte descuidado por años y años, pero lo cierto es que la primera causa era siempre una mano destructora que encendía un foco por aquí y otro por allá hasta cercar pueblos y ciudades. Las razones...¿puede existir alguna razón para hacer eso?

Galicia va tiñéndose tierra adentro de negro. La autopista parece un túnel oscuro. Conforme vamos alejándonos de la Ría de Arousa y de Santiago, los montes reverdecen y el cielo vuelve a ser azul. El sol brilla a lo alto mientras emprendemos el camino de regreso. Dejamos atrás los tristes montes y también las preguntas sin respuesta en el aire espeso de Galicia.