19.3.05

El violín

El viernes pasado estuvimos en el Baluarte (nuestro auditorio, pequeño si se compara con el Auditorio Nacional, incluso con el Metropolitan, aunque no llega serlo tanto como nuestra pequeña y cálida sala Nezahualcoyotl, pero totalmemte nuevo y acogedor), escuchando a Tchaikovski. Me declaro desde ahora totalmente ignorante en cuanto a música se refiere (nací en la época del “pop”, crecí con Madonna y con Timbiriche, todos tenemos defectos), por lo que no esperen una descripción sobre la música de esas que me asombran tanto, de esas en las que con palabras la música toma forma, color, olor y sabor. No puedo hacerlo, porque no sé describir la música, ni siquiera soy capaz de imaginarme la música y admiro muchísimo a cualquiera que frente a un pentagrama sea capaz de escuchar algo, incluso sin tener ningún instrumento a mano.

Aún así, no pude menos que mantenerme subyugada ante el movimiento de las manos, ante el sonido que puede surgir de un violín. No era cualquier violín, no, era nada más y nada menos que un Stradivarius de 1690, y que resultó tener una historia curiosa: pertenecía a Leopold Auer, un músico que en su momento, se negó a ejecutar el concierto para violín y orquesta en Re Mayor, Op. 35, la misma que en ese momento estábamos escuchando de la mano de un ucraniano afincado en Israel, porque le pareció “inejecutable”. A la muerte de Tchaikovski, Auer, arrepentido, terminó por tocarlo, no sin antes hacerle algunas modificaciones, ya que es considerado uno de los conciertos para violín más difíciles que se hayan escrito.

Pero a Vadim Gluzmán no parece costarle ningún trabajo. Tiene apenas treinta y dos años, pero que la Stradivari Society de Chicago le haya cedido uno de estos violines, dice de él mucho. Mucho más dice su propia ejecución. Lo he dicho antes, no sé nada de música, pero tengo la sensación de estar ante algo muy pero muy bueno. Y parece que no me equivoqué, ya que Vladim fue ampliamente aplaudido y se le solicitó que tocara algo más. El qué, no lo sé, pero fue algo muy corto donde se podían lucir tanto él como el valioso (en todos los aspectos) violín que tiene entre las manos.

Durante la segunda parte, mientras escuchábamos la Sinfonía No.5 en Re Menor , Op. 64, mi mente se trasladó a mi infancia. Teníamos un disco de vinilo, deTchaikovski, que yo solía escuchar una y otra vez, y mi imaginación viajaba mucho mientras lo escuchaba. Creo recordar que alguna vez lo puse para leer a Chejov, quizás a Dostoievski. Escuchar ese disco de Tchaikovski era imaginar frío, mucho frío, lugares igual de nevados que en Doctor Zhivago (y creo que Dr. Zhivago ni siquiera se rodó en Rusia), un samovar, palabra que siempre me llamó la atención y que nunca supe qué era. Me gustaría rescatar ese disco de Tchaikovski, viajar de nuevo con él a mi casa, mis libros, mi cuarto, rescatar del olvido ese disco y esa consola, de las que ya no existen. Este es el mayor poder de la música, que es un cajón de recuerdos.