Uno muy personal
Hace trescientos sesenta y cinco días llegué aquí. Todo sucedió tan de repente que parecía que no llevaba tanto tiempo planeándolo, esperándolo. El tiempo, como suele suceder en estas cosas, se había adelantado, había corrido tan deprisa que cuando llegó el momento todavía faltaba todo por hacer.
Tanto tiempo, digo, y pienso en las primeras veces que escuché hablar de un país lejano llamado España. Me sonaba tan exótico que el padre Enrique De Ossó hubiera nacido en un pequeño pueblo llamado Vinebre, Tarragona. Más exótico aún eran las murallas que rodeaban la ciudad donde nació Santa Teresa de Jesús. Todavía no conozco Ávila, por cierto, pero el día que vaya lo primero que pensaré es cuando Teresa, todavía muy niña, escapó con un hermano para ser sacrificados por los moros, otra palabra exótica.
Luego vino Platero, tan blando, tan blanco, peludo y suave. Después, probablemente estuvieron los campos de Castilla de Machado. Luego una compañera de clase, cuando yo estaba en quinto de primaria, fue de vacaciones de verano a ¡España!. En una ciudad donde el mundo conocido acababa en Disneylandia (para mí, pero estoy casi segura que en aquella época para casi todos mis compañeros, no había la fiebre europea de ahora) España sonaba tan lejos, tan.... No lo sé, pero España era una palabra que resonaba en mis oídos constantemente, que se colaba entre mis lecturas, entre mis sueños. Me pregunto ahora porque no me dio por irme a Macondo, a Rusia o a Inglaterra, lugares que también visitaba en mis lecturas, pero que me sonaban más oscuros o más fríos o más calurosos. España siempre lo imaginé luminoso.
Pensé que quizá la fiebre terminaría al conocer al país, que me decepcionaría, como suele suceder cuando consigues algo que has deseado tanto que lo idealizas y al final resulta tan diferente de lo que soñabas. ´
14 de julio de 1997. Por primera vez pisaba Madrid y era como si hubiera vivido ahí toda la vida. Las calles se presentaban ante mí tan claras, las cosas que veía eran tan nuevas y al mismo tiempo tan conocidas. El hostal Pereda, en plena Gran Vía, detrás del edificio de Telefónica, en una zona que luego fue sujeto de bromas varias por parte de Penélope, la pija. Ese primer viaje nos marcó, y unos años después, Penélope se adelantaba viniendo a vivir a Madrid.
2002. Mi última visita a España había sido bajo la imponente imagen de las torres gemelas destruidas, el 11 de septiembre del 2001. Ahora la visita era diferente, porque Penélope estaba aquí y a pesar de que yo ya había hecho algunas amistades en Madrid durante mis visitas anteriores, ahora era seguro que este viaje tendría un carácter mucho mas social. Un día como este, jueves santo, estaba en Sevilla haciendo algo que en ese momento me pareció un gesto mínimo pero significativo. Le pedí a una persona a la que prácticamente acababa de conocer que entrara en mi correo electrónico. Semejante gesto de confianza me sorprendió, me confundió y me hizo sospechar. Dos días después, Sábado de Gloria, en el último punto de la geografía española, en Tarifa, sobre una duna de arena que parecía en medio del desierto, y África allá donde la vista se perdía en el mar, dos amigas y yo escribimos algo en un cuaderno. Era el primer día del resto de mi vida. Empezaba mi nueva vida. Ni ellas ni yo sospechamos lo cierto que tenían aquellas palabras escritas en el cuaderno y aquella ceremonia en la que dejamos ir todo lo malo, dando la bienvenida a esa nueva vida.
Mis sospechas de aquél Jueves Santo en Sevilla tuvieron visos de predicción, al igual que la ceremonia que celebrábamos en Tarifa. La persona a la que le había pedido que revisara mi correo electrónico viajó durante cuatro horas para estar conmigo sólo dos y volver a viajar cuatro horas más de vuelta a su casa, gesto mucho más significativo que el hecho de dar la contraseña de mi correo. No voy a contar aquí los avatares para conseguir ese corto encuentro, que incluyen un viaje accidentado desde el norte más norte y desde el sur más sur para llegar al lugar donde se cruzan los caminos, el punto cero donde comienza todo el territorio español. Sólo les diré su nombre: se llama Carlos.
Pero de eso hace tres años, y aquí lo que estamos celebrando es apenas uno, por lo que en medio están dos años de ir y venir, de dudas, de indecisiones. Quiero pedir disculpas, aprovechando la ocasión, a aquellas personas a las que no les conté ese hecho decisivo que fue en gran parte el impulso final para un viaje deseado muchos años atrás y tantas veces postergado por razones varias (siempre hay pretextos para no hacer las cosas que tenemos miedo de hacer). Pero no quería que una cosa se confundiera con otra, que se malinterpretaran mis proyectos, que por cierto, eran diferentes hace un año a lo que son ahora.
Porque las cosas no sucedieron como estaban proyectadas, como ya es costumbre. Cuando uno cierra una puerta y abre otra, nunca sabe a ciencia cierta lo que encontrará detrás de ésta. Tenemos ideas, planes y proyectos, pero es bien sabido que pocas veces el camino para llegar a un lugar casi nunca es el mismo que nos habíamos trazado.
El año 2004 inició con mi firme decisión de no seguir postergando el momento, cosa que al parecer, nadie me creyó. Ya estaba todo el mundo tan acostumbrado a escucharme decir que me iba a vivir a España, que no se tomaba nadie la molestia de preguntarse cuándo ni por qué no lo había hecho ya. Simplemente lo daban por hecho, igual que yo. Pero el paso tenía que darse. Y estaba yo en las escaleras del JC Penney del World Trade Center cuando le llamé a Julieta y le dije que ya estaba hecho, que mi boleto era para el 16 de marzo. Sin embargo, volví a cambiar la fecha, pero era mi última oportunidad. Como era un boleto de millas, si no me iba el 23 de marzo, ya no podría viajar hasta octubre. Estaba en el punto de no retorno.
Llegó el día, sin darme, sin darnos cuenta. Sin darme cuenta también, pasé la última noche en mi pequeño departamento de Cerro Dos Conejos. No estaba nerviosa, ni siquiera triste, más bien como anestesiada, como viendo todo desde fuera. Es, supongo, una barrera contra el dolor, y no luché contra ella, ahí estaba mejor. Pero es que además, no pensaba que ese sería, en realidad, mi última vez en ese lugar, que no volvería nunca más a él. Todavía tenía el lazo demasiado apretado como para pensar que se desharía, desconectándome de mi vida, de lo que fue mi vida durante trece años.
La mezcla de tranquilidad, felicidad y tristeza era tan complicada de expresar que quedó así, sin expresarse. (Y lo siento por las personas que sé que les hubiera gustado que la despedida fuera más emotiva, pero...ya saben como soy, prefiero ir como si no pasara nada que aceptar que tenía ganas de llorar al despedirme). Subí al avión con mis amuletos en la mano (un anillo con el nombre de Julieta y la fecha grabada, y unas pulseras que me dio poco antes de irme, mientras nos tomábamos el último café de Starbuck’s).
Llevaba tantas maletas en la mano que la conexión en Miami fue un martirio. Pero en realidad, no llevaba nada, iba como una canción de Alanis Morrisette, con las manos en los bolsillos, un puñado de recuerdos, eso sí que siempre irán conmigo, y poco más.
Siete largas horas en Miami, sin dinero y llena de maletas empezaron a resquebrajarme un poco, pero siempre hay alguna anécdota que te sube el ánimo. Fui a comprarme algo de comer con los pocos dólares que tenía, e intentaba conseguir que la mujer me aceptara el pago la mitad en dólares y la otra mitad en euros, cuando un hombre junto a mí puso unas monedas en el mostrador, que era la cantidad que yo quería pagar en euros. En eso la cajera comenzó a hablarme en español, era cubana, claro y así estuve un rato conversando con ella. Y después conseguí embarcar todo lo que llevaba en la mano sin pagar un quinto. Algunos piensan que tengo buena suerte.
Y no sé si la tengo o no, pero sí sé que no tengo mucho de que quejarme en la vida. Las cosas me han costado, los caminos son más largos y difíciles de lo que a mí me gustaría. Pero siempre llego. La confianza que me da el saber que siempre llego a la meta, es la que hace menos arduos los caminos.
El camino, como he dicho, ha sido muy diferente y el proyecto que ahora tengo en mi vida no deja de incluir los que tenía antes, pero me da la paciencia para no desesperar por no conseguirlos ahora, en el momento. Al fin y al cabo, sé que voy a llegar. Porque siempre lo hago, siempre cumplo mis sueños, aunque todavía no sé si a eso se le llama suerte.
Tanto tiempo, digo, y pienso en las primeras veces que escuché hablar de un país lejano llamado España. Me sonaba tan exótico que el padre Enrique De Ossó hubiera nacido en un pequeño pueblo llamado Vinebre, Tarragona. Más exótico aún eran las murallas que rodeaban la ciudad donde nació Santa Teresa de Jesús. Todavía no conozco Ávila, por cierto, pero el día que vaya lo primero que pensaré es cuando Teresa, todavía muy niña, escapó con un hermano para ser sacrificados por los moros, otra palabra exótica.
Luego vino Platero, tan blando, tan blanco, peludo y suave. Después, probablemente estuvieron los campos de Castilla de Machado. Luego una compañera de clase, cuando yo estaba en quinto de primaria, fue de vacaciones de verano a ¡España!. En una ciudad donde el mundo conocido acababa en Disneylandia (para mí, pero estoy casi segura que en aquella época para casi todos mis compañeros, no había la fiebre europea de ahora) España sonaba tan lejos, tan.... No lo sé, pero España era una palabra que resonaba en mis oídos constantemente, que se colaba entre mis lecturas, entre mis sueños. Me pregunto ahora porque no me dio por irme a Macondo, a Rusia o a Inglaterra, lugares que también visitaba en mis lecturas, pero que me sonaban más oscuros o más fríos o más calurosos. España siempre lo imaginé luminoso.
Pensé que quizá la fiebre terminaría al conocer al país, que me decepcionaría, como suele suceder cuando consigues algo que has deseado tanto que lo idealizas y al final resulta tan diferente de lo que soñabas. ´
14 de julio de 1997. Por primera vez pisaba Madrid y era como si hubiera vivido ahí toda la vida. Las calles se presentaban ante mí tan claras, las cosas que veía eran tan nuevas y al mismo tiempo tan conocidas. El hostal Pereda, en plena Gran Vía, detrás del edificio de Telefónica, en una zona que luego fue sujeto de bromas varias por parte de Penélope, la pija. Ese primer viaje nos marcó, y unos años después, Penélope se adelantaba viniendo a vivir a Madrid.
2002. Mi última visita a España había sido bajo la imponente imagen de las torres gemelas destruidas, el 11 de septiembre del 2001. Ahora la visita era diferente, porque Penélope estaba aquí y a pesar de que yo ya había hecho algunas amistades en Madrid durante mis visitas anteriores, ahora era seguro que este viaje tendría un carácter mucho mas social. Un día como este, jueves santo, estaba en Sevilla haciendo algo que en ese momento me pareció un gesto mínimo pero significativo. Le pedí a una persona a la que prácticamente acababa de conocer que entrara en mi correo electrónico. Semejante gesto de confianza me sorprendió, me confundió y me hizo sospechar. Dos días después, Sábado de Gloria, en el último punto de la geografía española, en Tarifa, sobre una duna de arena que parecía en medio del desierto, y África allá donde la vista se perdía en el mar, dos amigas y yo escribimos algo en un cuaderno. Era el primer día del resto de mi vida. Empezaba mi nueva vida. Ni ellas ni yo sospechamos lo cierto que tenían aquellas palabras escritas en el cuaderno y aquella ceremonia en la que dejamos ir todo lo malo, dando la bienvenida a esa nueva vida.
Mis sospechas de aquél Jueves Santo en Sevilla tuvieron visos de predicción, al igual que la ceremonia que celebrábamos en Tarifa. La persona a la que le había pedido que revisara mi correo electrónico viajó durante cuatro horas para estar conmigo sólo dos y volver a viajar cuatro horas más de vuelta a su casa, gesto mucho más significativo que el hecho de dar la contraseña de mi correo. No voy a contar aquí los avatares para conseguir ese corto encuentro, que incluyen un viaje accidentado desde el norte más norte y desde el sur más sur para llegar al lugar donde se cruzan los caminos, el punto cero donde comienza todo el territorio español. Sólo les diré su nombre: se llama Carlos.
Pero de eso hace tres años, y aquí lo que estamos celebrando es apenas uno, por lo que en medio están dos años de ir y venir, de dudas, de indecisiones. Quiero pedir disculpas, aprovechando la ocasión, a aquellas personas a las que no les conté ese hecho decisivo que fue en gran parte el impulso final para un viaje deseado muchos años atrás y tantas veces postergado por razones varias (siempre hay pretextos para no hacer las cosas que tenemos miedo de hacer). Pero no quería que una cosa se confundiera con otra, que se malinterpretaran mis proyectos, que por cierto, eran diferentes hace un año a lo que son ahora.
Porque las cosas no sucedieron como estaban proyectadas, como ya es costumbre. Cuando uno cierra una puerta y abre otra, nunca sabe a ciencia cierta lo que encontrará detrás de ésta. Tenemos ideas, planes y proyectos, pero es bien sabido que pocas veces el camino para llegar a un lugar casi nunca es el mismo que nos habíamos trazado.
El año 2004 inició con mi firme decisión de no seguir postergando el momento, cosa que al parecer, nadie me creyó. Ya estaba todo el mundo tan acostumbrado a escucharme decir que me iba a vivir a España, que no se tomaba nadie la molestia de preguntarse cuándo ni por qué no lo había hecho ya. Simplemente lo daban por hecho, igual que yo. Pero el paso tenía que darse. Y estaba yo en las escaleras del JC Penney del World Trade Center cuando le llamé a Julieta y le dije que ya estaba hecho, que mi boleto era para el 16 de marzo. Sin embargo, volví a cambiar la fecha, pero era mi última oportunidad. Como era un boleto de millas, si no me iba el 23 de marzo, ya no podría viajar hasta octubre. Estaba en el punto de no retorno.
Llegó el día, sin darme, sin darnos cuenta. Sin darme cuenta también, pasé la última noche en mi pequeño departamento de Cerro Dos Conejos. No estaba nerviosa, ni siquiera triste, más bien como anestesiada, como viendo todo desde fuera. Es, supongo, una barrera contra el dolor, y no luché contra ella, ahí estaba mejor. Pero es que además, no pensaba que ese sería, en realidad, mi última vez en ese lugar, que no volvería nunca más a él. Todavía tenía el lazo demasiado apretado como para pensar que se desharía, desconectándome de mi vida, de lo que fue mi vida durante trece años.
La mezcla de tranquilidad, felicidad y tristeza era tan complicada de expresar que quedó así, sin expresarse. (Y lo siento por las personas que sé que les hubiera gustado que la despedida fuera más emotiva, pero...ya saben como soy, prefiero ir como si no pasara nada que aceptar que tenía ganas de llorar al despedirme). Subí al avión con mis amuletos en la mano (un anillo con el nombre de Julieta y la fecha grabada, y unas pulseras que me dio poco antes de irme, mientras nos tomábamos el último café de Starbuck’s).
Llevaba tantas maletas en la mano que la conexión en Miami fue un martirio. Pero en realidad, no llevaba nada, iba como una canción de Alanis Morrisette, con las manos en los bolsillos, un puñado de recuerdos, eso sí que siempre irán conmigo, y poco más.
Siete largas horas en Miami, sin dinero y llena de maletas empezaron a resquebrajarme un poco, pero siempre hay alguna anécdota que te sube el ánimo. Fui a comprarme algo de comer con los pocos dólares que tenía, e intentaba conseguir que la mujer me aceptara el pago la mitad en dólares y la otra mitad en euros, cuando un hombre junto a mí puso unas monedas en el mostrador, que era la cantidad que yo quería pagar en euros. En eso la cajera comenzó a hablarme en español, era cubana, claro y así estuve un rato conversando con ella. Y después conseguí embarcar todo lo que llevaba en la mano sin pagar un quinto. Algunos piensan que tengo buena suerte.
Y no sé si la tengo o no, pero sí sé que no tengo mucho de que quejarme en la vida. Las cosas me han costado, los caminos son más largos y difíciles de lo que a mí me gustaría. Pero siempre llego. La confianza que me da el saber que siempre llego a la meta, es la que hace menos arduos los caminos.
El camino, como he dicho, ha sido muy diferente y el proyecto que ahora tengo en mi vida no deja de incluir los que tenía antes, pero me da la paciencia para no desesperar por no conseguirlos ahora, en el momento. Al fin y al cabo, sé que voy a llegar. Porque siempre lo hago, siempre cumplo mis sueños, aunque todavía no sé si a eso se le llama suerte.
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