15.4.05

El blues de La Habana

La Habana está triste. A pesar de la música, de los gritos que se escuchan cuando vas caminando por las calles, los gritos que salen desde el fondo de las casas, desde los balcones; a pesar del aparentemente eterno optimismo de los cubanos, del sonido de los tambores, de los niños corriendo y jugando en el Malecón: la Habana está medio destruida, medio muerta. Sólo queda una parte de la Habana, la otra se ha ido. Las familias están destruidas, los corazones están divididos: una parte de ellos lucha por sobrevivir, la otra mira hacia el muro, más allá de él, y espera. ¿Qué espera? Cualquier cosa, que pase algo, cualquier cosa. Que el periodo especial acabe. Que quede un poco de leche para cenar. Que hoy pueda cambiar una pastilla de jabón por un poco de pan. Que en el negro encuentre carne para la comida. Qué la bicicleta no se estropee. Que Dios exista. Que el diablo se vaya o se muera. Que Bush y el imperialismo de los cojones se... Que la casa no se me caiga encima. Que el refrigerador siga funcionando. Que el apagón dure menos, o que haya menos apagones. Que me pueda ir de aquí. Que si me voy, pueda volver.

La gente de la Habana sonríe. Te sonríen los niños, se te acercan, te preguntan. Los adultos te sonríen, te responden. Socialismo o muerte. Algunos días amanece y cuando ya no se puede más, la respuesta está muy clara. Hace unos años escribí lo siguiente:

Perdí el talento para describir las largas noches de la Habana, el calor de sus días, el olor a sal y sudor, el sabor de la hierbabuena y los viejas casas casi en ruinas. No sé como explicar la nostalgia de sus calles, el rumor lejano del mar que se estrella contra el muro, la primera noche tan llena de sentimientos y sentidos, el fresco del amanecer, la resaca del sol quemando mis ojos otra vez, como hace años, en una ciudad con calles tan parecidas; la confusión, igual de parecida; las palabras y los silencios necesarios y constantes, las largas caminatas, los faroles rojos del oscuro y sucio barrio chino, el culto desmedido a los cuerpos y al sexo, el sabor de la piel negra y del son que se apodera del aire y mueve las caderas.

¿Cómo explicar que una ciudad tan pobre, tan sucia, tan destruida, atrapa el ritmo con los años y transforma la desolación en música?


Parece como si sólo quedara la música. Ya no sirve rezar. Yemayá no responde. Obatalá y Changó se esconden. Estamos cada vez más solos. La decisión de irse o de quedarse se parece a la decisión del suicida: no se sabe si es más valiente una cosa o la otra.

Y aquí seguimos. Sobrevivir es lo único que se puede hacer, a veces ni eso. ¿Qué nos queda? La risa. La música. El sexo. Esperar. Languidecer ante esa “nada cotidiana” que tan bien describe Zoé Valdés.