De ausentes, desaparecidos y usurpadores
Algunas veces hojeo los periódicos hasta encontrar noticias “curiosas”, o por lo menos, alguna que se aleje de la imbecilidad permanente de la política o de la desgracia interminable de los sucesos violentos, ya sean en forma de atentados, guerras o en el microcosmos de un hogar que se convierte en cárcel e infierno.
Siempre he sentido curiosidad por la gente que un día, por alguna razón, decide desaparecer, o sin quererlo, desaparece. Las guerras promueven los exilios y desencuentros, pero ¿qué pasa con aquella gente que vive en un entorno apacible, con una vida aparentemente feliz, y un día sale y no se vuelve a saber nada de ella? En la televisión pasan una serie “Sin rastro”, que trata precisamente de las desapariciones misteriosas. Muchas terminan por ser asesinatos o secuestro. Algunas no logran resolverse. No se sabe si el desaparecido se fue voluntaria o involuntariamente. No se sabe si continúa vivo o ya hace tiempo que murió, pero generalmente su familia intenta mantener la esperanza de que esa persona sigue viva, es difícil resignarse a la muerte de alguien que quieres cuando no se ha presenciado esa muerte. Un “desaparecido”, no es, aunque lo parezca, lo mismo que un muerto, por mucho que queramos usarlo como eufemismo para la muerte.
Hace unos meses, en una pequeña nota del periódico, leí sobre un hombre que desapareció sin dejar más rastro que su motocicleta al lado de un río. Lo buscaron por más de un mes y cuando familia y policía habían decidido no continuar la búsqueda y lo daban por perdido, el hombre apareció como si hubiera salido a hacer jogging una hora al parque de enfrente. Se había dado un “break” y se había escapado con su amante; después de mes y medio había decidido regresar.
Hubo otro que, como en el chiste, salió a comprar tabaco y no regresó. Su familia lo dio por perdido y muerto y empezó una vida nueva. Muchos, muchos años después (treinta o cuarenta) un hombre al otro lado del mundo moría. Al revisar sus papeles, descubrieron que el hombre no podía ser quién los papeles decían, porque ese hombre había muerto cuarenta años antes. Era un usurpador. Era el hombre que había salido por tabaco. Se fue, usurpó el nombre de un muerto y se casó de nuevo, tuvo hijos y nietos. Su familia no volvió a verlo.
Pero el usurpador más famoso de las últimas semanas es el hombre que se hizo pasar durante sesenta años como un superviviente del campo nazi de exterminio Mauthausen. Dio conferencias emotivísimas, escribió libros, fue homenajeado y respetado. Sin embargo, a los pocos días de la celebración de la liberación de Mauthausen, el hombre aceptó que nunca había estado ahí, que todas las medallas, los homenajes y el sentimiento de compasión y de solidaridad que había conseguido, lo había conseguido con una mentira.
Otro caso curioso aparecido en las últimas semanas es el del “Piano Man”. Un hombre apareció en una playa en Inglaterra. No hablaba, no estaba herido pero tampoco parecía estar bien. En el Hospital al que lo llevaron, un médico le facilitó papel y lapiz, a ver que hacía. con el que dibujó un piano. Le facilitaron uno, el piano de la capilla y parece ser que deslumbró a todos con su ejecución. Sigue sin hablar. Nadie sabe quién es, de donde vino, cual es su nombre, o qué fue lo que le sucedió antes de que lo encontraran en esa playa. Tiene locos a los servicios de Scotland Yard, que no se dan abasto para atender las llamadas y los correos electrónicos que dicen tener información o pistas. Pero ninguna persona ha dicho “es mi hermano”, “es mi hijo”. La otra cara de la moneda. A este piano man parece que nadie le espera en casa.
Su historia me recuerda muchísimo a una novela de Alessandro Barico, Novecento, que trata sobre un pianista que siempre ha vivido a bordo de un barco. No conoce la tierra firme. El mar es su hogar y su pasado, su presente y su futuro. Vive en su pequeña isla, el barco, totalmente aislado del mundo. A el tampoco le espera nadie en casa, porque no hay más casa que su piano, que su música, y el mar.
Siempre he sentido curiosidad por la gente que un día, por alguna razón, decide desaparecer, o sin quererlo, desaparece. Las guerras promueven los exilios y desencuentros, pero ¿qué pasa con aquella gente que vive en un entorno apacible, con una vida aparentemente feliz, y un día sale y no se vuelve a saber nada de ella? En la televisión pasan una serie “Sin rastro”, que trata precisamente de las desapariciones misteriosas. Muchas terminan por ser asesinatos o secuestro. Algunas no logran resolverse. No se sabe si el desaparecido se fue voluntaria o involuntariamente. No se sabe si continúa vivo o ya hace tiempo que murió, pero generalmente su familia intenta mantener la esperanza de que esa persona sigue viva, es difícil resignarse a la muerte de alguien que quieres cuando no se ha presenciado esa muerte. Un “desaparecido”, no es, aunque lo parezca, lo mismo que un muerto, por mucho que queramos usarlo como eufemismo para la muerte.
Hace unos meses, en una pequeña nota del periódico, leí sobre un hombre que desapareció sin dejar más rastro que su motocicleta al lado de un río. Lo buscaron por más de un mes y cuando familia y policía habían decidido no continuar la búsqueda y lo daban por perdido, el hombre apareció como si hubiera salido a hacer jogging una hora al parque de enfrente. Se había dado un “break” y se había escapado con su amante; después de mes y medio había decidido regresar.
Hubo otro que, como en el chiste, salió a comprar tabaco y no regresó. Su familia lo dio por perdido y muerto y empezó una vida nueva. Muchos, muchos años después (treinta o cuarenta) un hombre al otro lado del mundo moría. Al revisar sus papeles, descubrieron que el hombre no podía ser quién los papeles decían, porque ese hombre había muerto cuarenta años antes. Era un usurpador. Era el hombre que había salido por tabaco. Se fue, usurpó el nombre de un muerto y se casó de nuevo, tuvo hijos y nietos. Su familia no volvió a verlo.
Pero el usurpador más famoso de las últimas semanas es el hombre que se hizo pasar durante sesenta años como un superviviente del campo nazi de exterminio Mauthausen. Dio conferencias emotivísimas, escribió libros, fue homenajeado y respetado. Sin embargo, a los pocos días de la celebración de la liberación de Mauthausen, el hombre aceptó que nunca había estado ahí, que todas las medallas, los homenajes y el sentimiento de compasión y de solidaridad que había conseguido, lo había conseguido con una mentira.
Otro caso curioso aparecido en las últimas semanas es el del “Piano Man”. Un hombre apareció en una playa en Inglaterra. No hablaba, no estaba herido pero tampoco parecía estar bien. En el Hospital al que lo llevaron, un médico le facilitó papel y lapiz, a ver que hacía. con el que dibujó un piano. Le facilitaron uno, el piano de la capilla y parece ser que deslumbró a todos con su ejecución. Sigue sin hablar. Nadie sabe quién es, de donde vino, cual es su nombre, o qué fue lo que le sucedió antes de que lo encontraran en esa playa. Tiene locos a los servicios de Scotland Yard, que no se dan abasto para atender las llamadas y los correos electrónicos que dicen tener información o pistas. Pero ninguna persona ha dicho “es mi hermano”, “es mi hijo”. La otra cara de la moneda. A este piano man parece que nadie le espera en casa.
Su historia me recuerda muchísimo a una novela de Alessandro Barico, Novecento, que trata sobre un pianista que siempre ha vivido a bordo de un barco. No conoce la tierra firme. El mar es su hogar y su pasado, su presente y su futuro. Vive en su pequeña isla, el barco, totalmente aislado del mundo. A el tampoco le espera nadie en casa, porque no hay más casa que su piano, que su música, y el mar.
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