31.5.05

De vicios y otras lecturas

Qué se le va a hacer, todos tenemos nuestros pequeños o grandes vicios. Esta semana, cruzar la Plaza del Castillo es todo un peligro para mí. El sábado logré salir airosa de la primera ronda de inspección que hice a la Feria del Libro. Solamente hice una lista de libros que me apetecía comprar y de los cuales no traigo ni uno solo en la bolsa de la compra de hoy. Pensé que lograría esperar, ya que el plato principal de la Feria del Libro lo tengo en Madrid, dentro de diez días. La feria de Madrid, tan famosa como la de Guadalajara o de Hannover me espera, por una coincidencia en las fechas, porque termina el 12 de junio, un día después del partido de la Copa del Rey que vamos a ir a ver. Pues hoy me di otra vuelta por ahí, a ver si me decidía a comprar alguno de los libros de mi lista, convencida de que compraría uno o ya como exceso dos.

Mi bolsa de la compra resultó muy feminista, o no sé si decir femenina, porque no me enteró bien de las diferencias entre una cosa u otra. Compré un libro sobre intrépidas viajeras y exploradoras, mujeres que desafiaron a la sociedad y a las costumbres de su época lanzándose a la aventura por lugares que aún ahora se antojan exóticos. También compré una novela no muy conocida de Charlotte Brönte, y una de las únicas dos de su hermana pequeña, Anne, de la cual no tenía conocimiento hasta hace muy poco tiempo y que parece que su novela más famosa fue Agnes Grey, que no he encontrado. Las tres hermanas Bronte que sobrevivieron a la tuberculosis se convirtieron en escritoras, y por lo poco que se lee en el prólogo, su biografía debe ser interesante. Finalmente compré Retrato de una dama, que si bien no fue escrita por una mujer, se podría incluir en la literatura “femenina”.

Mientras veía libros, un grupo de niños se acercaron a un stand, iban pidiendo, preguntando y comprando como si compraran dulces. Todos llevaban una o dos bolsas. Pensé que me hubiera gustado tener amigos con los cuales ir de compras de libros, pero lo cierto es que para mi, la lectura fue siempre un placer solitario. Pocas personas logran convertirlo en una pasión o por lo menos en un hobbie. Pero además, cuando yo tenía diez, once, doce años, era todavía más improbable encontrar a alguien que disfrutara tanto como yo, por lo que esa escena de los niños comprando me llamó tanto la atención. Tenía amigas, claro, pero con ellas no podía compartir mi vicio porla lectura; si hablaba de libros, me veían como la rara o la aburrida. Siempre he vivido una especie de dos vidas, una en la que me encuentro yo con mis libros y parecería que mientras leo no existe nadie más a mi alrededor y otra en la que soy un poco más “normal”.

De ausentes, desaparecidos y usurpadores

Algunas veces hojeo los periódicos hasta encontrar noticias “curiosas”, o por lo menos, alguna que se aleje de la imbecilidad permanente de la política o de la desgracia interminable de los sucesos violentos, ya sean en forma de atentados, guerras o en el microcosmos de un hogar que se convierte en cárcel e infierno.

Siempre he sentido curiosidad por la gente que un día, por alguna razón, decide desaparecer, o sin quererlo, desaparece. Las guerras promueven los exilios y desencuentros, pero ¿qué pasa con aquella gente que vive en un entorno apacible, con una vida aparentemente feliz, y un día sale y no se vuelve a saber nada de ella? En la televisión pasan una serie “Sin rastro”, que trata precisamente de las desapariciones misteriosas. Muchas terminan por ser asesinatos o secuestro. Algunas no logran resolverse. No se sabe si el desaparecido se fue voluntaria o involuntariamente. No se sabe si continúa vivo o ya hace tiempo que murió, pero generalmente su familia intenta mantener la esperanza de que esa persona sigue viva, es difícil resignarse a la muerte de alguien que quieres cuando no se ha presenciado esa muerte. Un “desaparecido”, no es, aunque lo parezca, lo mismo que un muerto, por mucho que queramos usarlo como eufemismo para la muerte.

Hace unos meses, en una pequeña nota del periódico, leí sobre un hombre que desapareció sin dejar más rastro que su motocicleta al lado de un río. Lo buscaron por más de un mes y cuando familia y policía habían decidido no continuar la búsqueda y lo daban por perdido, el hombre apareció como si hubiera salido a hacer jogging una hora al parque de enfrente. Se había dado un “break” y se había escapado con su amante; después de mes y medio había decidido regresar.

Hubo otro que, como en el chiste, salió a comprar tabaco y no regresó. Su familia lo dio por perdido y muerto y empezó una vida nueva. Muchos, muchos años después (treinta o cuarenta) un hombre al otro lado del mundo moría. Al revisar sus papeles, descubrieron que el hombre no podía ser quién los papeles decían, porque ese hombre había muerto cuarenta años antes. Era un usurpador. Era el hombre que había salido por tabaco. Se fue, usurpó el nombre de un muerto y se casó de nuevo, tuvo hijos y nietos. Su familia no volvió a verlo.

Pero el usurpador más famoso de las últimas semanas es el hombre que se hizo pasar durante sesenta años como un superviviente del campo nazi de exterminio Mauthausen. Dio conferencias emotivísimas, escribió libros, fue homenajeado y respetado. Sin embargo, a los pocos días de la celebración de la liberación de Mauthausen, el hombre aceptó que nunca había estado ahí, que todas las medallas, los homenajes y el sentimiento de compasión y de solidaridad que había conseguido, lo había conseguido con una mentira.

Otro caso curioso aparecido en las últimas semanas es el del “Piano Man”. Un hombre apareció en una playa en Inglaterra. No hablaba, no estaba herido pero tampoco parecía estar bien. En el Hospital al que lo llevaron, un médico le facilitó papel y lapiz, a ver que hacía. con el que dibujó un piano. Le facilitaron uno, el piano de la capilla y parece ser que deslumbró a todos con su ejecución. Sigue sin hablar. Nadie sabe quién es, de donde vino, cual es su nombre, o qué fue lo que le sucedió antes de que lo encontraran en esa playa. Tiene locos a los servicios de Scotland Yard, que no se dan abasto para atender las llamadas y los correos electrónicos que dicen tener información o pistas. Pero ninguna persona ha dicho “es mi hermano”, “es mi hijo”. La otra cara de la moneda. A este piano man parece que nadie le espera en casa.

Su historia me recuerda muchísimo a una novela de Alessandro Barico, Novecento, que trata sobre un pianista que siempre ha vivido a bordo de un barco. No conoce la tierra firme. El mar es su hogar y su pasado, su presente y su futuro. Vive en su pequeña isla, el barco, totalmente aislado del mundo. A el tampoco le espera nadie en casa, porque no hay más casa que su piano, que su música, y el mar.

10.5.05

Algunos días se parecen a otros. O más bien, algunos días tienen un color y un olor parecido a otro. Por ejemplo, hoy Pamplona amaneció con diecisiete grados, el cielo cubierto de nubes, una sensación húmeda pero agradable. Se parece a algún día de la ciudad de México, algún día de verano, pero no un día de trabajo y tráfico, sino un día de esos de andar como turista. Una visita a Chapultepec, subir al castillo, ir al museo de Arte Moderno y al Rufino Tamayo, comer en alguna terraza de Masaryk. O si estamos en el sur, ir al museo Frida Kahlo, al de Diego Rivera en San Ángel y comer en Arroyo.

El día de hoy no se parece a los típicos días cotidianos, llenos del humo y de tráfico, de trabajo desgastante. Más bien, se parece a un día de muchos años atrás, cuando la ciudad de México era el regalo de una larga espera, de mucho estudio y buenas calificaciones. Cuando iba de vacaciones, y al salir de casa había un sol radiante, pero conforme se acercaba la hora de comer el cielo comenzaba a oscurecerse y el resto de la tarde había que pasarlo con paraguas, o ver la ciudad a través de los cristales del coche, o entrar a un centro comercial donde el ruido de los truenos se confundía con los murmullos de la gente. Un día de esos donde Coyoacán, el Bazar del Sábado o el mercado de la Ciudadela se tenían que visitar temprano, si no, ya era imposible verlos.
Y pienso que un día, estaré en México de nuevo visitando los museos, yendo a los mercados temprano, buscando refugio de la lluvia a partir de las tres de la tarde, y ese se parecerá a este y me recordaré caminando por Pio XII a las nueve de la mañana, aspirando el suave olor de la hierba mojada, y recordando.

8.5.05

El síndrome de la lejanía

Hace algunos días que no escribo en este blog. Esto se debe, en parte, porque me dedico mucho más a la lectura, escribo las reseñas de lo que he leído, y estoy intentando escribir una novela. Además, cuando llega el buen tiempo hay que aprovecharlo, salir a caminar y llevarme un libro para leer al aire libre. El escenario de las lecturas no puede ser mejor: a pesar de que la temperatura sigue siendo ambigua, los campos de trigo se tiñen de un verde oscuro y las flores salvajes tapizan de amarillo estridente grandes espacios. El sol sale a veces, a veces no, pero ahora hay menos días nubados que luminosos. El uso del super telescopio ya puede ser un poco más frecuente, las estrellas se dejan ver con más frecuencia. Si no fuera porque pasamos más de la mitad del tiempo con temperatura invernal, diría que la primavera es la mejor estación en Navarra. Me cuesta menos levantarme a las siete de la mañana, y cuando dejo a los niños en la escuela no tengo prisa en volver a casa. Empieza a ser la época en que extraño mis mokas fríos del Mundo del Café. El sábado pasado fuimos al rastrillo, el mercado de antigüedades que se pone los primeros sábados del mes, y que el mes pasado no pudimos ver con tranquilidad porque hacía frío, llovía y las mesas estaban tapadas con plásticos. Imposible hojear los libros, mi principal interés (¿y para qué lo digo? Creo que nadie se imaginaba que iba a comprar tapetes de punto de cruz o espadas chinas).

Pero tampoco escribo porque me gusta comentar la actualidad, sólo que la actualidad no tiene grandes puntos de interés para mí en los últimos días. Lo que pasa en México, como el accidente de los full montys, el desafuero del peje o la muerte de Mariana Levy han desatado una gran polémica, pero encuentro que tengo poco qué decir al respecto, más bien nada. No se trata, como estarán pensando quizás, que ya no me importa lo que sucede en México. Quizá puede ser cierto en parte, quizá es que ESO que está pasando en México, no me mueve a ningún comentario. Porque sería decir lo de siempre: corrupción, injusticias, etc. Sucede que cuando uno está lejos, prefiere (no sé si uno lo prefiere voluntariamente, o simplemente pasa) pensar con nostalgia en las cosas buenas que se quedaron atrás, no en las malas, de las que en parte me siento salvada. La distancia protege. No es indiferencia, es cansancio, el mismo cansancio que sentía ya tiempo atrás por todas esas cosas que suceden en México y que revuelven el estómago. Será egoísta, pero no quiero revolverme el estómago con las mismas cosas de siempre. Prefiero sentirme triste por no estar en las bodas de mis amigas, fastidio por no tener un Starbuck´s a la mano, o de perdido un Mundo del Café, y ver con espanto que la ropa y los bolsos y los collarcitos jipis cuestan QUINCE EUROS, cuando en Coyoacán me costarían treinta pesos. Pensándolo bien, tal vez si es egoísmo.

En un blog que leí uno se burlaba de que cuando estamos lejos extrañamos la salsa picante que nunca comemos, la bolsa de sabritas, y todas esas chorradas que en realidad nos valen cuando estamos en México. Que nos emocionamos con el himno nacional y la bandera mexicana. Pues si y no. No me he emocionado nunca con el himno nacional, ni ahora ni antes, yo supongo que después tampoco lo haré. Los mariachis me dan ganas de llorar desde hace más de diez años, algunos sabrán por qué. No soy patriotera, no extraño a México, así como tampoco extraño a Juárez. Extraño MI México y MI Juárez. El Paseo de la Reforma con luna llena, la emoción al pasar junto al Ángel de la Independencia, las chelas cualquier día entre semana en el Hijo del Cuervo, los rincones de San Ángel, los martinis de Il Ricco, la terraza de la cafetería Moheli un domingo por la mañana con un café y El País Semanal, el pastel de manzana de La Garufa, los mojitos del Milán, los conciertos populares del Zócalo, las manifestaciones (en las que participé, no las que me partieron el camino a alguna parte), los tacos de La lechuza, los cines de la UNAM, Gandhi y El parnaso, las librerías de viejo de Donceles. La vida que vives, las personas que quieres, esa es la única “patria” que yo puedo extrañar. Jugar al Monopoly con mis primos, hacer largas colas para ir a El Paso con mi mamá, los campos del Teresiano, sus pasillos, el olor de la madera que todavía sueño casi todos los días, las vías del tren, el cielo rojo y morado de sus atardeceres. Las comidas en Villa del Mar, los graffittis del “segundo barrio”, las nieves de chorro del centro de El Paso, los adornos navideños de la Plaza de los Lagartos, pasar por el antiguo edificio donde estaba La Popular en el Centro, la comida china... ese es el Juárez que me importan, el que me interesa.

No se puede vivir sólo del pasado, eso está claro, cada vez que vuelvo a Juárez, y seguramente pasará cuando vuelva a México, habrá nuevas cosas, nuevos momentos, nuevos lugares que se acumularán en mis intereses por una o la otra ciudad. Además está Oaxaca, Acapulco, Guanajuato, Cuernavaca y también todas las ciudades que no conozco y me gustaría conocer, Yucatán, Zacatecas, Aguascalientes, las Barrancas del Cobre.

Así que volver a escuchar a Bátiz justificándose, al Peje crucificándose, a Televisa pasando una y otra vez las escenas del infortunado accidente de las motocicletas...me deja sin opiniones. Ya bastante tengo con tener que escuchar a Rajoy, a Acebes o a Carod Rovira.... para políticos poco inteligentes, no tengo que irme tan lejos, con encender la televisión es suficiente. Para sucesos de nota roja, injusticias, tristezas y rabias, con los noticieros que veo todos los días tengo. Y tampoco me mueven a comentar sobre ellos, ya ni criticarlos vale la pena. Aunque algunas veces, las risas que pueden provocar son pequeñas perlas, por eso sigo viendo las noticias.

2.5.05

Las tortugas también vuelan

De las tres películas sobre la guerra que vi y de las que hablo ahora, he querido dejar hasta el final esta, simplemente porque es una película de la que no se puede salir inmune. Tal vez hubiera preferido vivir en la ignorancia, en esa cómoda distancia que nos dan los telediarios: vemos las cosas, sufrimos un poco y luego olvidamos. Pero lo que vi aquí, en esta película, será difícil de olvidar. Al salir pensé que me tranquiliza saber que esto no es, como en Domicilio Privado, un “caso de la vida real”. Este pensamiento, aparte de un poco tonto, es simplemente un pretexto: niños de la guerra hay miles, todos con historias tan dramáticas, o incluso más que esta.

Las tortugas también vuelan es un título poético para una situación que de ello sólo tiene los resquicios mínimos de inocencia que sus protagonistas todavía logran conservar. Niños mutilados, violentados en su esencia, niños que para sobrevivir se dedican a buscar minas y venderlas, que actúan, hablan y sufren como adultos, que tienen en la cara el dolor marcado, esos son los personajes de esta alegoría bélica.

Un niño sin brazos, su hermana y un pequeño bebé llegan a un pueblo del Kurdistán iraquí, en la frontera entre Irán y Turquía, en los momentos en los que el campamento de refugiados busca una antena parabólica para poder estar enterados de las últimas noticias, que auguran una guerra inminente con Estados Unidos. A su pesar, se relacionan con otros niños del campamento, chicos que se dedican a buscar minas antipersonas y venderlas.

Una leyenda se forja en torno al recién llegado, el niño mutilado que parece ser un vidente que poco a poco va demostrando sus poderes premonitorios entre los niños de la comunidad. Mientras el chico predice el eventos futuros, su hermana lucha por desprenderse del amargo pasado que la señala, y del que solamente la tragedia puede liberarla.

La guerra, una vez que llega, está en todos sitios. Se convierte en un modo de vida, en un motivo, en un sino ineludible. A pesar de lo que digan los dirigentes de las guerras, éstas no se controlan, no se previenen. Cuando una guerra llega a un país, cada minuto de vida, cada pedazo de pan, cuesta sangre sudor y lágrimas. El futuro es algo tan abstracto y tan lejano que no cabe en los pensamientos de sus víctimas; requieren de toda su concentración para seguir viviendo, para comer, para mantenerse de pie. La vulnerabilidad aumenta conforme las víctimas son de menor edad. Un bebé ciego en medio de un campo de minas está mucho más desprotegido, si esto cabe (y si es válido comparar a las víctimas, que lo dudo) que un adolescente ya forjado por el dolor de su propio cuerpo y de la muerte a su alrededor. Este dolor y estas muertes que carga a sus espaldas le van dando la fuerza para continuar, pero no lo hace inmune.

Un comentario del director, Bahman Ghobadi, discípulo de Abbas Kirostami, (otro cineasta kurdo que ha reflejado la vida de los niños en un lugar como el Kurdistán), es más que claro respecto a lo que su historia nos muestra: “Al terminar la película, uno entiende que el pasado es amargo, que el presente es amargo y que el porvenir sólo depende de uno mismo”. Así es el pasado que cargan estos niños –adultos, así es su presente y un futuro que se pinta aún más desgarrador.

Ficha técnica:
Título original: Turtles can fly
Dirección y guión: Bahman Ghobadi
Fotografía: Shahriar Assadi
Montaje: Mustafa Khergheposh y Hayedeh Safiyari
Intérpretes: Avaz Latif, Soran Ebrahim, Hirsh Feyssai, Saddam Hossein Feysal, Abdol Rahman Karim.
Nacionalidad: Irak-Irán
2004.
Duración: 95 minutos
(Ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián 2004)